Estamos en penumbras. Ellos son tres, igual que nosotrxs.
El diámetro de la aguja es mayor que mis miedos. Dejo de escucharlos y cierro los ojos.
No sé cuánto tiempo pasé así. El médico me daba indicaciones allá a lo lejos y yo solo buscaba consuelo en los ojos de Damián.
Esa noche no había podido dormir ni siquiera 30 minutos seguidos: mi cabeza llena de pensamientos oscuros, violentos y temerosos. Al final, opté por levantarme y darme una ducha. Aproveché cada gota de agua: inspiré lentamente varias veces con la intención de calmarme, de preparar mi ser para lo que venía aún sin tener la más mínima idea de qué se trataba. Cuando terminé, Damián ya había preparado el desayuno. No permanecimos más de 20 minutos en la mesa: todo quedó intacto. Preparamos los estudios anteriores y atravesamos la puerta de casa.
El viaje hasta el sanatorio fue eterno: los autos se movían con lentitud; no corría ni una mínima brisa. Sentí que el tiempo se había detenido y, por momentos, me olvidaba de respirar.
Miro detenidamente cada uno de los movimientos de mi amado hijo a través de una pantalla que cuelga de la pared. Estoy segura de que tiene miedo, de que está confundido, dolorido. Estoy segura de que percibe mi dolor: no por la aguja, ni por la punción, ni por la falta de empatía y respeto, más bien por la angustia que me producen los pronósticos, los prejuicios, la moral cientista.
El estudio termina en un entorno de posibles conjeturas genéticas.
Siento el abrazo de Damián y, al mismo tiempo, el llanto que explota. Desplomada sobre mi compañero —que como podía iba juntando mis pedazos— atravesamos el blanco de los pasillos.
Regresamos a casa, ahora sí, a esperar un resultado. Según ellos, estaría listo en 48 horas. Demoró, en realidad, 144.